La casa de autos era un edificio
destartalado, sucio, primitivo, atávico; lo mismo que la pareja de hermanos.
Inmediatamente, antes de ocuparse lo más mínimo del cuerpo presente de su
padre, acompañaron al empleado a un corral vecino a la casa y, con la excusa de
que allí no les molestaría nadie, para firmar los papeles necesarios
(¡Formalidad ante todo!). Solamente después el tanatopractor pudo ejercer su
arte. Aunque bueno, lo cierto es que no tuvo demasiada oportunidad de
lucimiento… Al pasar a la alcoba e intentar manipular el cadáver, en el
mugriento catre en el que lo tenían tirado, descubrió que estaba tieso, rígido
como una tabla, y con las livideces y otros signos de incipiente putrefacción
en marcha. Esto significaba una cosa: que el pescado no era fresco (ni el
muerto, reciente).
¡Mierda puta! El de la funeraria
sufrió un destello de lucidez, una
explosión que se venía entacando con todos los comportamientos de la pareja de
hermanos. Instintivamente se apartó del fiambre dispuesto a no tocar nada, a no
dejar huellas porque todo aquello apestaba de cojones, por si acaso. Les
preguntó si habían avisado al médico, o a algún tipo de autoridad que
certificase la muerte. También la hora en la que había palmado el difunto. La
historia se torcía y él, sin arte ni parte en el negocio, se jugaba una buena
tajada que podría terminar, simplemente con alguien que empezase a hacer
preguntas y a indagar porqués, con él delante de un juez.
Pues no, ni a doctor (ni a cura para
extremaunción tampoco) se había dado aviso desde que, a las ocho de la tarde
del día anterior, el colega soltase los estertores. Eso le cerró el ano al
empleado. Los interrogantes se multiplicaban enlazándose unos con otros, no
descartando posibilidad alguna por rocambolesca que fuese. El más elemental de
ellos (de nuevo) “¿Por qué?”. El funerario no comprendía porqué no habían dado
aviso antes. Tampoco, el qué habían hecho durante toda la noche ¿Velar en
solitario? ¿Dormir a pierna suelta?... En cambio, a los hermanos les parecía lo
más normal del mundo y solamente querían terminar con el trámite, entierro y
demás, lo antes posible. Detrás de la rareza quizás se escondía cualquier cosa,
hasta un asesinato (no es la primera estampa de este tipo que sorprende a un
pueblo). Cagado de miedo (por si le salpicaba la movida) el empleado descolgó
con la rapidez del rayo y se lío a enmendar los “errores” del par de hermanos.
Quizás, y digo quizás, así también les proporcionaba una salida jurídica a los
hermanos. ¿Quién es capaz de descartarlo?
Corrió como un gamo al centro de
salud, al ayuntamiento, y a todos los lugares precisos para consignar
oficialmente la muerte. Afortunadamente, la benevolencia de unos funcionarios
que tampoco querían complicarse la vida, le allanaron el camino. Cuando estuvo
todo listo, y la bala esquivada, se pasó por el bar a templarse el susto con un
café y un chispazo. Los oyentes de su historia se hubiesen sorprendido más si
los protagonistas hubieran sido otros. A los dos hermanos, y salvando la
repulsión natural a las implicaciones de lo narrado, ya los tenían calados. No
se podía esperar otra cosa de ellos.
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