El carnaval había pasado sin pena ni
gloria. No era, precisamente, un lugar con mucha tradición, con disfraces,
comparsas, chirigotas o (y eso les hubiera pegado bastante) alguna tradición
atávica de equinoccio con los mozos cubiertos de pieles de cabra o algo por el
estilo. En lugar de todo eso, eran mucho más modestos. Solamente el viernes
anterior los chiquillos de la escuela se habían pegado la vuelta al ruedo con
trompetillas artesanales y una escenografía (cada clase la suya) a base de
plástico de bolsa de basura y chorretones de cera de colores en la cara.
Entonces había tenido su excusa, el “mientras jodo, no barro”. Los profesores,
entre ponte bien y estate quieta, se habían pegado una semana (o más)
matándolas con la tontería. Después de eso, poca cosa más: alguna madre
demasiado motivada sacando al crío el domingo con su flamante y nuevo disfraz
prefabricado de los chinos (días en que los delirios satinados en rosa y azul
corretean chillones simulando princesitas o cowboys…) y los borrachos del bar,
por la noche, tirándole harina a los portales y coches de la plaza. Ese había
sido el carnaval. Una mierda del tamaño de una catedral para algo que se
anuncia como desenfreno, sensualidad, locura… Quizás es que el hedonismo postmoderno
ha echado por tierra la pequeña licencia terrenal del significado de esta
fiesta antes del recogimiento de cuaresma.
Decíamos que el carnaval había
pasado, y además sin pena ni gloria. Por lo tanto, lo que dictaba el calendario
ese miércoles era la ceniza y (en su versión más prosaica) el entierro de la
sardina. A la solemne misa, por la mañana, no fue ni el cura. El amigo,
aduciendo que el compromiso de pastorear tres pueblos a la vez en la comarca
era un peso inmenso para sus hombros (de gandul. Esto no lo dijo él. Esto se
añade de la cosecha mental del populacho al respecto). Lo de por la tarde fue
otro cantar, ahí si que estuvo de bote en bote. Por estar, hasta estuvieron las
fuerzas políticas del pueblo, que eran quienes organizaban el evento. A ellos
se les unió el pueblo entero, desde los más pequeños hasta los más ancianos (de
hecho, especialmente los más pequeños y
los más ancianos). Aunque la ceremonia era sencilla (no se iba, como en otros
lugares, a escenificar la destrucción de un pobre pez-símbolo de cartón piedra)
resultaba multitudinaria también. En las lumbres repartidas por toda la plaza
asarían unos cuantos kilos de sardinas bien olorosas y se regalarían a los
asistentes, junto con los vasos de chocolate que quisieran, hasta llenarles la
panza. Eso podían ser, en su caso, muchas sardinas y mucho chocolate.
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