Subo desde el váter y me arrincono
donde disimularme, donde las visitas no me atosiguen ni me distingan, donde
llevo todo el día. Dos horas después nos avisan, a los familiares, por si
queremos acudir a la sala acristalada, como un escaparate, del ataúd y
despedirnos del cadáver. Me escaqueo también de esto. Aunque suene a tópico eso
no es a quien yo conocí y quise. Es un muñeco de carne frío, apagado y frágil
sin pilas. Algunos, pocos, entran, otros no. Los que no pintan nada van
marchando a coger sitio en la iglesia. Los de la funeraria, peritos en su
oficio, echan una cortina sobre la ventana por decoro. Eso me tapa la imagen
del final pero no el ruido de los de dentro llorando, balbuceando como dementes
y contagiándose entre ellos el sufrimiento. Fuera, oyéndolos inevitablemente,
me tengo que sujetar, bloquear la información recibida. Afortunadamente es un
minuto y trasladan el féretro al coche fúnebre. En eso no participamos. Desde
una chispita egoísta de mi alma deseo que esto finalice de una puta vez y
descansar, alimentarme de aislamiento para acompañar el luto.
En el coche, el nuestro, haciendo el
camino, se nubla la tarde amenazando agua coherente al instante. Los ocupantes,
para tener un tema, hacemos balance de los que nos “acompañaron” y los que no.
Nos medimos forzados en lo que decimos. Ninguno quiere ser el que tire la
palabra que rompa las precarias defensas psíquicas de los demás y detone la
catarsis. Una nausea anestésica que atonta. Por eso lo narro como desde la
distancia, inconexo, atropellado. Daría lo que fuese por echarme a dormir ahora
y que mañana el presente se aleje sin esfuerzo. Sumo frase tras frase, nada
más.
En la puerta de la iglesia más gente
se une, al menos de palabra, a nuestro perro sentimiento. Unos familiares
lejanos, muy conscientes de la importancia del que dirán y del comportarse de
cara a la galería, saltan como espontáneos para tocar un pedacito de caja
mientras la llevamos al altar y fingir que colaboran. Lo actúan a menos de un
metro de mis narices, además de dentro del templo, para que la parroquia entera
conozca sus buenas maneras. Por concretar el dato los dos son hijos del que se
dormía en el velatorio. Yo les arrancaría la piel ahora mismo en agradecimiento
al vil gesto. La cabra tira al monte, tanto ellos como yo.
La misa ni fu ni fa. Es, por una coincidencia,
el día de pentecostés. Hoy a ninguno de los presentes le baja el espíritu
santo, ni se les enciende un fósforo celestial sobre sus cráneos. Durante la
última bendición al cura, hisopo en mano, casi se le cae el cirio sobre el
ataúd, las burrillas que lo soportan y las coronas de flores alrededor. Mi
primer impulso es que si ese “casi” se da, me arranco para él caiga quien caiga
y se lo tomen como quieran las beatas. Por patán. Puede que la rabia de lo
inevitable en primera mano aflore my violencia, al menos imaginada. Puede que
quiera una venganza contra el determinismo de tenerte que morir.
Con un amén, como las demás misas:
las ordinarias, extraordinarias, bodas, bautizos, navidad, viernes santo…;
termina ésta. Al cementerio el público no marcha. Las nubes que encapotaban del
cielo a medias de gris, entre jirones de un sol sucio, desatan un aguacero
reposado. Los allegados se reparten entre las lápidas mojándose en grupitos
callados. Yo, estúpidamente orgulloso de ello, cargo con la caja con otros.
Tropiezo, sin consecuencias mayores, en la vencida cruz de hierro de una de las
tumbas viejas.
El enterrador desempeña su tarea
rellenando con cemento las juntas de los ladrillos planos que cerrarán el
nicho. Siempre pensé que la lápida se colocaba inmediatamente después. No.
Habrá que elegirla y encargarla la semana que viene. Los nervios hechos añicos
de alguno disparan a ciegas su pena en exclamaciones que se apagan como
pavesas. Cuando me giro para marcharme, el de la charla en el velatorio me intercepta,
me abraza durante un segundo y entrecorta una fórmula habitual de pésame. Es lo
primero pertinente y con sentido que le escucho decir.
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