Hombre, pues sí y no. Da desasosiego
al saberte una mierda sin importancia en medio de la nada. Pero, y con su
propio planteamiento, eres dios todopoderoso con cada pestañeo simplemente
transformando la energía necesaria para abrir y cerrar el párpado. Es un
suponer.
¡Hostia puta! Ya me ha contagiado la
bobada. Voy a quitármelo de encima con un clásico, que necesito entrevistarme
con el tigre. No es cierto. Mejor eso que mandarlo a tomar por saco. Así de
paso me ventilo la azotea y abandono por unos minutos la sala. Se lo comento y
me largo. A mi espalda, él no tarda en encontrar otra víctima y vuelve a las
andadas: “Un quark es, para que nos entendamos, una partícula…”.
Camino hacia la puerta esquivando la
pequeña multitud, que charla en tono bajo, y los traidores muebles de
aglomerado y espuma diseñados a la altura de una rodilla. Por el camino algunos
me estrechan la mano y musitan expresiones apropiadas, sentidas. Se lo agradezco
escuetamente. Otros dudan como reaccionar ante mí. Me miran y titubean. Unos se
arrancan también y otros directamente se hacen los suecos. No soy un tío
cálido, ni siquiera simpático. No me importa que saluden a los que están a
derecha e izquierda mía saltándome como si no existiese, como a un geranio en
su tiesto ¿Para qué? Me la pela.
En el salón están las mujeres,
sentadas y dramáticas. Fuera los hombres, más circunspectos y desentendidos de
lo de dentro, comparten en corrillos por todo el pasillo vicisitudes
domésticas, problemas del día a día y soluciones para el mundo entero desde el
fútbol local a la geopolítica internacional.
También los quedo atrás bajando las
escaleras. En la entrada no hay nadie. Tienen la máquina de café, la de latas
de refresco y botellas de agua a un euro y expositores con muestrarios
temáticos. En la calle los más recalcitrantes fuman más distendidos. No les
culpo, cada palo aguanta su vela. En el servicio, después de mear, me mojo las
manos, el cuello y el hocico. Con el pestillo puesto me apoyo en la taza para
reflexionar, recomponerme y permanecer solo un poquito. Aunque valore la fría
utilidad de un tanatorio como este, los velatorios me rompen por dentro igual
aquí que allí. Y este más que ninguno antes. Quise al muerto y ya no está. Lo
estamos enterrando con todos los pasos del ritual.
Es una mierda soberana la impostura
de un velatorio. Para el que acusa el palo, le duele y es como si con la falta
algún cabrón le arrancase un trozo del cuerpo por encima del estómago; a ese,
en aguantar las horas que sean en un tanatorio (o peor todavía, algo que sigue
haciéndose en los pueblos: en su propia casa o la de un familiar) solo
encuentra dolor gratis y una espera a la nada, un agotamiento y un vaciarse en
el balancín de emocionas traidoras con continuos derrumbes que hay que remontar
por cojones. Para los que están por
compromiso, es un rato de fastidio y muermo en el que se les puede escapar,
aquellos que lo tengan, lo inhumano y lo cerril de su personalidad. ¿No sería más
caritativo despachar el asunto lo más rápido que se pueda y sotear el mal trago
más tarde, cada uno en su lugar habitual e íntimamente?
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