Fuera lo que de verdad se echa de menos son pequeñas
chorradas, cositas minúsculas o momentos en los que a la nostalgia le da un
arreón y se viene arriba por un cochino detalle. Nunca me sentí orgulloso de
imbecilidades como patria, nación, pueblo… No creo en nada de eso. Pienso que
porque nunca he disfrutado de nada de lo que pretenden significar. No los he
visto, tocado o sentido nunca. Supongo que sirven más para llenar la boca, y
los bolsillos, de los de siempre, que para lo que la teoría dice. También puede
que sea porque de la mía se dice que es la tierra de Caín, dicho por nosotros
mismos, y eso saldrá de algún lado, digo yo…Los desarrapados, haciendo un poco
de demagogia de esa que gusta tanto en casa, nos las apañamos, siempre mal, sin
esas monsergas. Eso cuando nos las podemos apañar y no nos acabamos de ahogar
en el albañal.
Tal y como andaba el panorama entonces, el espabilado
hacía por salir, No había más, ni estaban a por ello. Amar un barco que se
lleva hundiendo desde ni se sabe es una idea romántica, que puede tener su
poquito de cosa desde aquél punto de vista, pero nada más. La mierda de todo
esto es que la realidad suele ser menos sentimental, es un poco perra fría y
sin corazón (¿Será rubia? Le pega). De ideas románticas que luego no funcionan
está el mundo lleno. Por la misma regla de tres, alistarse en la Legión Extranjera
Francesa puede ser una de las mayores y no por eso (también porque lo que piden
en dominadas no lo hago ni por mucho) arranco para allá
Me estoy perdiendo un poco. Lo que quiero decir es
que, en todo el año que estuve a tomar por saco de casa, creo que lo que más
llegué a echar de menos, en lo que más pensé durante todo ese tiempo y de lo
que más ganas tenía cuando volví, era un bocadillo de calamares. Concretamente
uno de los de la Plaza Mayor
de Madrid. Y no sé muy bien porqué, porque normalmente me comía unos dos por
año, a veces incluso menos, y no tenía, ni mucho menos, la misma fijación por
ellos que fuera. Allí se llegó a convertir en algo que para mi representaba
volver. Ni siquiera era algo casero, elaborado, típico o tópico, algo de mi
infancia profunda, especial. Puede que fuese un delirio mental, pero un
bocadillo de calamares de dos euros se me transformó en algo subconsciente
relacionado con un hogar, un regresar, añoranza. Y era bonito ¡Que coño!
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