El primo estaba veraneando en el pueblo. Ya le habían
pedido cosillas para ponerle a prueba y era el ideal. A la enferma había ido una
tarde a verla, como buen sobrino, y preguntaba por ella cada día pero nada más,
que si no es exceso. Pues bien, el día del alta llegó y fue cuando lo
engancharon.
Con mucho adobo y zalamería le llamaron por teléfono
rogándole que si hacía el favor de bajar al hospital y recoger al marido, porque
en la ambulancia en que la traían estaba prohibido meter familiares. Ninguno de
los hermanos (ya ves tú que casualidad) se podía acercar. Arrinconado por lo
inesperado de la solicitud y porque tampoco era mucho sacrificio, aceptó. Para
tal hora en tal sitio al día siguiente.
La tal hora en del tal sitio llegó y él estaba allí
como un clavo. Recogió a su tío una hora antes del alta y del viaje en
ambulancia. Como habían prometido,
ninguno le los hijos asomó el hocico, quita no sea… Durante el trayecto
de vuelta, al viejo bocón se le escapó que su nieto había terminado la jornada
laboral un ratito antes de que el burlado apareciese, pero no especificó el
motivo por el que no había podido atender él a su propio abuelo. Conociendo el
paño, probablemente ni siquiera había un motivo. Al chaval no le había salido
de las narices y punto.
Esto comenzó a cabrear a nuestro samaritano. Se le
ocurrieron en un instante mil maneras de trasportar al viejo alternativas a él
como chófer y la más sencilla era que alguien hubiese mandado al nieto esperar,
aunque fuera tomándose un café en un bar, y nadie hubiese molestado a nadie.
También pensó que, timoráto y vergonzoso como era, él se hubiera buscado la
vida pagándose un taxi, mirándose el orario de autobuses interurbanos (en el
pueblo todavía llamados coches de línea), etc. Que perros los primos. Se la
envainó para no tenerlas más célebres y porque a toro pasado poco se podía
cambiar, llevando al viejo hasta la puerta de su casa.
Pero ahí no termina todo. Antes de apearse, y es el
porqué de este cuento, lo que mencionábamos de que la gente abusa, el anciano
le dijo que aguardase un instante para que cogiera la cartilla del bando de la casa
y que lo acercase a la sucursal del pueblo vecino. Acorralado de nuevo, aceptó
obligado.
Mientras el viejo hacía sus trámites bancarios, y
después durante toda la tarde, estuvo mascando ortigas y llamándose tonto. Y es
que la gente es así (otro dicho: les das la mano y se toman el brazo). Hay que
tener mucho cuidado y, ya puestos, elegir estar en el bando de los que piden,
no de los que dan, que es un puesto mucho más cómodo y beneficioso.
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