La gente abusa, es un hecho. A uno le haces un favor
tonto, del tipo darle la hora o indicarle una calle y como no se tenga cuidado,
ese mismo tío te acaba dejando en pelotas. Hasta el refranero tiene axiomas
aplicables a esto (bendito refranero. Si sabes muchos y los aplicas en el día a
día, ni siquiera hacer falta ser listo): cría cuervos que te sacarán los ojos,
dónde hay confianza da asco… Los más desalmados se aprovechan de su poca
vergüenza y cualquier ocasión peregrina que pase para envolverte y estafarte.
Con un mínimo cuento o circunstancia vital, algunos se bastan y se sobran para
explotarlo sin cargo de conciencia hasta límites insospechados. Los pobres
desgraciados que eligen como víctimas la mayoría de las veces no tienen otro
remedio. Les piden esto o aquello a bocajarro y el común de los mortales no
sabe defenderse contra las cuerdas y frenar el atropello a tiempo (otro refrán
al pelo: más vale una vez rojo que cien amarillo). Después, conforme la cara
dura va a más y más, el pobre pardillo se recome en mala leche y un montón de
hipótesis alternativas imaginarias en las que no se deja engañar, pero ya es
tarde.
Uno de los peores ambientes, dónde estos trileros proliferan
como hongos de los pies en las duchas de una piscina sin limpiar, es en la
propia familia. Aquí se los tiene muy bien señalados, se sabe quiénes son y más
o menos su modus operandi. Pero eso no les impide innovar, adaptarse y
sorprender con nuevas tretas. Además, así como a ellos se los conoce, ellos
también saben a quien pegarle el palo, gorronearle algo o suplicarle el
favorcito de turno. Cede una vez y estarás perdido. De ahí en adelante,
entrarás en la lista de pringados del mundo.
Y en esa lista estaba nuestro protagonista. Además, en
un suspiro, como el que no quiere la cosa, se ganó a pulso una mención de honor
dentro de ella. Cierto es que sus jetas camuflaron el descaro en un problema
serio, un asunto médico, lo que hizo inevitable la fullería. Si nuestro héroe
se hubiera negado lo hubiesen puesto de vuelta y media por mala persona encima.
Era un negocio entre primos (entre primos consanguíneos y entre primos en el
significado “iluso” del término, que también de esto había). Por una parte los
tres gorrones y, por la otra, su primo hermano. Los tres primeros tenían a la
madre, anciana ya, ingresada en el hospital con uno de esos episodios que a
esas edades son, por desgracia, tan ineludibles. Entre unos y otros, porque
todos tenían excusa (son como el trasero, cada uno tiene el suyo) para no ir a
cuidarla, se sacudían. Por eso se encargaba de la señora enferma su marido,
otro anciano que ofrecía, si me apuras, más inconvenientes que soluciones. A
este contexto hay que sumar que estaban en una zona rural y que si bien ir al
hospital no era patearse la Ruta
de la Seda, si
que llevaba una hora en coche entre ida y vuelta, con su equivalente traducción
en gasolina, molestias, etc. ¡Que pereza! A la ingresada se la visitaba poco y
mal y es llamativo, por que uno de los hijos, a su vez, tenía un hijo (nieto de
la paciente) trabajando en la ciudad del centro sanitario, e iba todos los días
al tajo allí. Daba igual, si no era por una era por otra. ¿Quién quiere
mancharse las manos con la porquería del planeta cuando cualquier idiota puede
hacerlo por él?
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