No señor no lo había esquivado.
Ahora su alternativa era sencilla: o hacer de tripas corazón y echar una mano
aguantando el tiempo que fuese con resignación y puteado; o hacerse el sueco,
decidir que de la vergüenza torera se saca bien poco y hacer lo que quisiese
viendo como los demás de su familia se agarraban a esa miseria que era,
inevitablemente, la última de ellas pero también la que sostenía en lo que
podía el chiringuito. Porque el debate de la tierra y su iniquidad se puede
alargar, teóricamente, todo lo que a uno le salga de los cojones. La pega es
cuando esa miseria es la que pone las patatas en el plato y paga la minuta de
la luz, entre otras. Es el barco que habría que quemar con sangre fía y sin
apego ninguno para medrar, el campo. Medrar, ese concepto tan denostado y tan
mal visto entre los parias, criados con gilipolleces éticas impuestas por los
que verdaderamente rinden culto al medrar. Aquellos a los que no les importa
que te hundas pero que te dicen que pelear para que sea el vecino el que
pringue en lugar tuyo es un comportamiento inhumano, perro y cabros. Lo que no
cuentan el catecismo y las pajas mentales sobre el comportamiento del mingafría
de Rousseau es que aquí, desde que naces, cada cual para sí y maricón el
último. Si lo entiendes rapidito te comes el mundo. Si no, serás una
maravillosa persona, un buen hombre, que coge cerezas honradamente por que
otros se enriquezcan sin exponer nada. Y contento así porque irás al cielo y
porque a los tipos malos la vida los pone en su lugar, el karma viola a sus
hijos y en este planeta no rige la norma del “hay dos tipos de gente: tontos e
hijos de puta. Los primeros alimentan a los segundos”. en fin, estas retóricas
están requetebién, o no. Lo que no hacer es consolarte mucho cuando te
despiertan antes del alba para ir a una finca a pasar el rato con grumos de
cerezas a tres cuartas de la cara todo el santo día. En vez de eso, si tienes
la lucidez de verla así y la falta de huevos o medos para cambiarte de bando,
lo poco que obtienes de darle vueltas en la cabeza es consumirte ese alma que
te engañas en suponer superior y pura por comparación a los demás. ¡Mierda!
¡Remierda! ¡Reputamierda!
Toda esta morralla intelectual era
de la que se servía el figura para sopesar las decisiones. Esta tan chiquitita,
tan penosa y cutre, era su rebelión interior a ir a trabajar para la nada, para
morirte igual de pobre que naciste, con una mano delante y otra detrás. En
definitiva, para ir o no ir, porque ese es otro cantar. Estrictamente, nadie lo
obligaba. Si ayudaba tenía de premio ni unas gracias, si no lo hacía desden
frío y desprecio. Cada cual lleva a cabo sus terrorismos como buenamente puede
o le dejan y a él se los hacían así. ¿Funcionaba? Pues depende. Terminaría yendo,
como todos los años. Todo lo demás era marear la perdiz. Asco de vida sin cuajo
ni oportunidades.
El primer día de recogida de las
putas frutitas en serio llegó. Llegó con la jodida trompeta que anunciaba otro
verano rancio en el interior rural. La primera hora bregando se hizo fácil con
la anestesia del sueño. Cuando el sol estaba camino de las once, yendo sudado,
guarro, con la ropa de faena manchada, cansado, aburrido, saturado de mirar lo
mismo y de la mecánica abotargada, meticulosa y exagerada de arrancar cereza
por cereza con la mano, tirando de ella entre el pulgar y el índice, despellejándose
las falanges, y arrojarlas en un cubo de plástico azul; entonces, y solo
entonces, estuvo convencido de que lo mejor hubiese sido pasarse la mano por la
cara y no haber ido. Tarde.
Para rematar la jugada, uno de esos
insectos inmundos que pueblan los cerezos por millos alargados y con una
especie de tijerita en el extremo del abdomen (bichos a los que tenía un asco físico,
atávico, quizás unido a su relación simbólica con las cerezas) se coló en un
grumo de ellas en el que un par estaban podridas y soltaban un líquido de descomposición
que aglomeraba a las demás y al insecto. De ahí pasó a su mano, al brazo. La sabandija
se marcó un bureo por la piel hasta que, con el picorcillo, se lo sacudió al
descubrir lo que era cagándose entonces en dios y en el mundo con la excusa del
bicho y para maldecir las cerezas, las preciosas cerezas y el verano que venía
con ellas. Ambas cosas inevitables, fijas, la
cruz y la maldición de cada cual.
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