Como todos los putos años antes, la
“fabulosa” temporada de cerezas estaba a las puertas. A las puertas significa
que ya se habían cogido, y vendido (las primeras traídas para casa eran como
tal solo un entretenimientos, no un trabajo), algunos kilos llevándolos al
almacén desde donde viajarían a alguna frutería y al buche de algún manirroto
tan imbécil de apoquinar el sobreprecio de un producto en un mercado de por sí
saturado, tanto de competencia con la misma fruta de otros lugares como de la
pléyade tropical que uno se encuentre normalmente más barata a comienzos de
verano en el súper, sin tener en consideración la galopante devaluación del
producto en unas semanas. Pero todas estas peculiaridades de la oferta y la
demanda a él le traían por el culo. Un año más la “fabulosa temporada de
cerezas estaba a las puertas y no había podido esquivarla, otra vez.
Odiaba las cerezas desde lo más
hondo de su alma negra. Eran un coñazo, un martirio anual del que no obtenía ni
oficio ni beneficio pero si muchas molestias. Desde pequeño, que estuvo interno
en un colegio, el principio de las vacaciones estivales era un suplicio cuando
debiera ser todo lo contrario. Mientras para los demás suponía dejar de
estudiar, levantarse tarde, enredar todo el santo día por ahí y disfrutar; para
él era levantarse antes que el sol y cogerlas, una a una con la mano, hasta que
el mismo sol se ponía. Así un mes entero, o dos, en los que echaba de menos el
orden de un sistema académico con sus ratos de ocio establecidos. Desde
entonces, hablamos de su adolescencia, las aborrecía. Era tal la repulsión que
incluso no las comía teniendo, como es lógico en un sitio productor, al alcance
lo mejor imaginable, fruta del máximo nivel. Toda esa antipatía se había
comunicado al verano entero. Para él figuraba calor, bochorno, aburrimiento,
trabajo, galbana. Ni punto de comparación con la placidez, la tranquilidad y el
confort del otoño tan lánguido, tan interesante. Mientras alrededor el mundo
entero explotaba de verde y de ida, él se consumía en impotencia y depresión.
Cada año, por uno u otro motivo, no
podía esquiar la estación y la cosecha: ser un adolescente, no encontrar
trabajo, la misma falta de oportunidades en el páramo arrasado del pueblo.
Únicamente un par de veces en toda su vida las había evitado, las putas
cerezas. Y fue estando lejos, muy lejos, tan lejos que era el extranjero, ajeno
a la pasión por la tierra como si de ésta emanase la vida en vez de esclavitud
y miseria, de su familia. Pudiendo ser entonces él. Satisfecho.
Pero ese año no era así. Hay que
vivir donde se puede y hay refugio. Mientras el pueblo entero era un frenesí de
tractores, productos fitosanitarios,
cajas de fruta, escaleras y primeros calores, él se lamentaba de su suerte
negra al no tener cualquier cosa, su túnel debajo de la cárcel, en lo que
pudiese ganar lo suficiente para poner un techo sobre la cabeza y algo de
manduca dentro. Ganar con ello la libertad y, de paso, mandar a tomar por el
saco las cerezas. No pedía lujos, solamente ir hacia adelante y ganar con las
manos lo imprescindible en algún lugar, lo que queremos todos antes de
morirnos. Parado como estaba, sin sensaciones de que pudiese cambiar la cosa,
acogido en la casa parental, pasando cada día con más asco por la cercanía, la
inmediatez de la campaña, no podía, otro año más, hacer otra cosa.
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