He cancelado la cartilla porque para
ser un muerto de hambre y que encima te saqueen (diez eurines al trimestre y
veinte anuales por una tarjeta de crédito de la que no recuerdo siquiera el pin
de tanto uso es una estafa), me echo al monte y me desvinculo del sistema
retrotrayéndome a los ahorros bajo el colchón, en mi caso una billetera con
todo mi dinerito en metálico dentro del cajón de la mesita, método no menos
tradicional. Para no parecer descortés y malagradecidos después de unos años de
relación mercantil y financiera con ellos he preparado una excusita muy cuca, muy
mona y algo servil por si me preguntaban motivos. No hizo falta esgrimirla, tanto el director
como la gorda antipática de ventanilla tenían bastante con su trajín y
alteraciones sindicales. Vengo hablando de banqueros y quizás deba aclarar que
me refiero a los pelanas que están de cara al público en la sucursal de un
pueblo (en este caso) o de un barrio. Los banqueros de los informativos
pertenecen a otra categoría plutócrata que, si bien comparten gremio con los de
este cuento, ni se huelen los unos a los otros y tampoco sufren los mismos
padecimientos. Los peces gordos, de cualquier forma, no tiene muchos
sufrimientos.
Cuando entré en la zona muerta del
cajero automático estaban cerrando la puerta de la sucursal en sí.
Solícitamente me pidieron amablemente que esperase un cuarto de hora porque
iban a hacer huelga durante esos quince minutos. Como soy una mala persona
pensé que los sinvergüenzas se fumaban este rato con esa excusa para
escaquearse pero no era así, estaban muy serios con el tema, me ilustraron y
todo del porqué protestaban. No presté atención y no me acuerdo un carajo del
casus belli del motín. Hoy por hoy todo cristo, por un lado o por otro, tiene
razones de protesta contra algo suficientes para llenar un camión y que todavía
sobre. No quedando más huevos que la bragueta llena, salí a aguardar que
terminaran de hacer el indio bajo los soportales de la plaza. Ellos por su
parte, y como tenían orquestados, se clavaron en la entrada de la sucursal como
dos pasmarotes. La soledad e ingratitud de su propuesta se palió al instante
con la solidaridad masiva de una de las corporaciones municipales.
Esos cuatro mingafrías de partido
mayoritario, tendencias dogmáticas para la sublimación de la democracia y con
un representante de cada sector (el perro político viejo gordo y encorbatado,
la moderna trasnochada discretamente feminista añeja y el joven prometedor y
dinámico hijo de la camada, el medre y el futuro rancio del partido) se sumaban
al apoyo del trabajador oprimido. Eso, objetivamente, esta muy bien; pero
estaría mejor si fuese más sincero, más global y accesible para los explotados
no llamativos o colegas y menos condicionado a la presencia obligatoria de
cámaras que reflejen con documento gráfico estandarizado, igualito a muchas
lecturas de pared de urinario, “fulanito de tal estuvo aquí el día tal haciendo
cosas muy importantes, necesarias, fundamentales y sociales”. ¿Adivinad en este
caso? En efecto, menos de diez idiotas saludándose en una “manifestación” al
son de l “compadre, compadre” en la puerta de un banco tenían cobertura de
prensa. En concreto un periodista multitarea y funcional (¿Cómo una navaja
suiza? No hombre no, mejor que eso. Todo un periodista que fotografiaba, entrevistaba
y más adelante redactaría el artículo y hasta lo corregiría ¡Que completito! Ya
ves…) del tendencioso periódico comarcal, veleta política y panfleto; los
inmortalizaba, ordenaba y hacía posar. El sainete se pasaba de castaño oscuro
de hortera, triste y lleno de mal gusto. Me largué a un súper a comprarme unas
pipas y dejar de ver ese horror hipócrita y autocomplaciente. Así además les
daba tiempo para despedirse, reabrir el negocio y que se les calmase la
agitación revolucionaria por un día, por un rato. Finalmente, mientras me
jalaba las pipas, cancelé de una puta vez la cuenta. Ni ellos se interesaron
del porqué ni yo les desee suerte en su patraña y sus pajas mentales.
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