Había sido otro día en el trabajo
sin pena ni glorioa. A su hora, después de todo el día vendiéndoles souvenirs a
los domingueros de una atracción turística (los
gilipollas lo denominaban complejo monumental porque hasta el más tonto
se piensa que tiene las pirámides de los cojones en el jardín de su casa) que
andaba restaurando su empresa, recogió y chapó el chiringuito. un curre como
otro cualquiera. Bueno, como otro cualquiera no. En la categoría cualquiera no
es igual palear un montón de arena a una hormigonera que servir cañas de
cerveza, que gestionar una empresa de ventanas de aluminio o que ser
funcionario público. ¿Cuál es la mejor de todas las de antes, trabajos
cualquiera? Pues estadística y democráticamente aquella en la que más gente
querría estar colocado. Puede que si le preguntas al vecindario la de
funcionario gane por una cabeza de distancia al segundo caballo de la carrera.
Por lo que apostaría un pico de mi pasta es que la de la pala no tendrá muchos
adeptos la pobrecita, tan incomprendida.
Había hecho una razonable buena caja
colocando los folletos, los libros, las postales y las camisetas. No facturaban
como un hipermercado pero con los beneficios de ese día, si alguien los ganase
de una manera regular a lo largo de la semana, se podría vivir muy bien y hasta
regalarse caprichos en fechas señaladas como el cumpleaños. Él veía bien poco
de ese monto, y menos con sus condiciones laborales. Mañana tendría que
llevárselo al jefe con la ficha de visitantes y ventas (no estaba informatizado
el “monumento”) y éste guardaría ese dinerito sin declarar y opaco a saber dónde.
También había estado aislado del
mundanal ruido. Se había dejado el teléfono móvil en casa. Mejor así. De esta
forma no estaba encadenado a la posibilidad de que el que lo buscase pudiera
dar con él. Ahora regresaba a casa cansado y aburrido de estar horas y horas
como un pasmarote tratando con idiotas en la peor condición que transmuta al
humano, en modo turista:; con las cámaras fotográficas, las pintas saludables
de senderistas equipados (era una atracción turística en un pueblo dejado de la
mano del señor. Los turistas se creían allí cruzando el Himalaya por haber
conseguido un conjuntito en una tienda de deportes especializada) y las estúpidas
preguntas que justificasen la importancia de la visita a un lugar tan
aparentemente (y realmente) poca cosa.
Caminaba haciendo un inventario de
lo que le faltaba de tarde. Lo primero, según llegase a casa, entrenar, que
luego le entraba pereza y no había forma. Después la cena y la comida del día
siguiente, para quearla hecha. Terminaría zanganeando un rato con el ordenador
y a dormir, que al día siguiente sería día de escuela (es una expresión, ya
estaba demasiado viejo para educarlo en nada). Un día ni fu, ni fa, ni china,
ni limoná.
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