En el portal del hotel donde nos han
convocado dos indios, que han pasado antes que yo por el trámite, hablan en lo
suyo comentando la jugada. Se las prometen muy felices desde el principio.
Antes de entrar y que nos soltaran la charla, mientras esperábamos en una de
las butacas de diseño de la cafetería del hotel (cuatro estrellas muy
asépticas, minimalistas, funcionales pero informales), coincidí con ellos
alrededor de la mesa. Fue un momento de evaluar a la masa que se iba
congregando. Los unos nos mirábamos a los otros rebuscando defectos que nos
convenciesen que éramos más aptos que los demás para el puesto. Ellos entonces,
en un gesto de buenísima crianza, nos preguntaron (había otro chaval en la mesa
hasta hacer el póquer de desgraciados mendicantes de curre) por el número de
idiomas que conocíamos. Lo de los idiomas era un requisito del empleo, por eso
de ser una empresa enorme, cosmopolita, internacional. Los indios (no apaches,
de los de los dioses raros y el curri) se interesaban para colgarse el moco de
que ellos venían con seis. Lo dijeron en el tono prepotente del que se cree la
polla en bote y habla con mindundis. Y yo, con solamente dos (el de la madre
patria que me parió y el de la pérfida Albión), quizás fuese verdaderamente un
pelanas a la hora de competir por el puesto. Cuando el otro chaval les
interrogó cuales, se desmarcaron una retahíla de dialectos chorras y friáis del
subcontinente. Lo mejor fue cuando especificaron que uno de ellos era igual que
otro solo que escrito con distinta tipografía. ¡Jodo floro! Entonces los
japoneses, por definición, traen también un par: el escrito con los dibujitos y
el latino. No me descojoné en su cara de milagro, por columpiados, de milagro.
Además, bastante tenía con preocuparme por lo mío, esa entrevista que me ha
salido tan mierdera. Más adelante, coincidió que en la fila del matadero, el
par de Ghandis tan adorables estaban unos puestos por delante de mí. Como todos
los demás, llevaban su currículum en la mano, un folio mugriento, trillado, con
señales de paliza. En el, impreso en blanco y negro, mayúsculas y subrayado,
rezaba que su educación académica terminaba en el instituto. Poniéndome en su
lugar de hijos de puta sin alma (sólo un hijo de puta sin alma se lía a tocar
los cojones con cositas como lo de su interés por los dones de lenguas de los
demás), me alegré de su mediocridad. En el fondo todos estábamos peleando como
perros por lo mismo. Ellos o yo, ahí se resumía todo, y ellos no habían tenido
ningún cuidado en disimularlo (como hacíamos los demás para no parecer hienas y
que la buena imagen nos reportase puntos a favor).
Los ignoro y aprieto el paso. Quiero
llegar a casa pronto y cambiarme. No es plan de mancharme el traje y que me
llamen para mañana. A pesar del asco de entrevista, escarbo todos los puntos
buenos que aporto (aunque ni siquiera sé si llegarán a evaluarlos) a lo que
están pidiendo. Por la perra esperanza, esa puta que nos calienta los cascos
para que la hostia de después haga más daño, me vengo arriba. Tanto que cuando
estoy saliendo del metro voy pletórico y aguardo su llamada emplazándome para
la siguiente fase del proceso selectivo como el que da la cosa por hecha. Con
auto-modestia interior (un miedo irracional a que por pensar en ello se me
gafe) hago planes de lo que sería conseguir ese trabajo. Ya se me ha olvidado
el fiasco de la mudita de los cojones y la imagen bochornosa que he dado.
Tiempo tendré para deshincharme a lo largo de la tarde, cuando los minutos
superen el plazo marcado hasta más allá de la espera coherente. De momento me
paro en un colmado de paquistaníes (hoy el día está temático) a comprarme el
desayuno: algunos bollos, una lata de bebida energética, unas galletas con
tropezones de chocolate que tienen mejor pinta en el dibujo del envoltorio que
en la vida real, una chocolatina rellena de caramelo… Cualquiera que me vea en
este instante, pensará que vengo antes de la resaca de una boda (el amanecer
del que empalma) que de una entrevista de trabajo. Así pasan las oportunidades,
sin quedarse a saludar siquiera, dejando su regusto de resaca triste. Por la
tarde, como estaba de suceder, no me llaman y le echo la culpa a la tiparraca,
por hablar tan bajito.
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