El jodido subnormal es un
charneguito, bueno, un charneguito no, un maketo (digo yo que habrá sus
diferencias, aunque no muchas…). Es repelente, pequeñito, gordo, tetudo, con la
cabeza minúscula; en resumen, un cielo de niño. Joder, a sus alturas del
cuento, este debe andar ya en algún instituto (y, por mucho pisto que se crean
dar vistiendo las camisetas oficiales de equipos de fútbol regionales, esos
periféricos de media tabla, deduzco que será algún antro público del barrio de
basura blanca dónde vivirá con sus padres y una buena remesa de emigrantes
–emigrantes a los que odiarán, clasistas, porque se imaginan superiores a
ellos). Cómo han cambiado los tiempos. A este pollo (que no le falta nada,
hasta ligero ramalazo) en mi internado de curas (el ambiente más talegario en
el que jamás he vivido) le hubiese caído la del pulpo. Ahora es que son más
soft y los críos se traumatizan con nada. En el fondo es mejor, así el día de
mañana los míos (que también traemos los nuestro respecto a pedrada) no
tendremos que competir siquiera con su generación de gilipollas.
Creo que lo que más me crispa, por encima de los prejuicios en legítima
defensa que los de su subespecie de homínidos me produce, es que el anormal no
hace otra cosa que meter coletillas en inglés a voces. Debe ser la vez número
treinta o cuarenta que le escucho chillar, con su voz de puta grimosa, “What’s
the fuck?” como si fuese una “nigger” de Detroit en la pelu. De verdad que me
dan ganas de muchas cosas: de responderle en inglés (a pesar de que crea que en
el pueblo todos somos catetos de albarda, traemos por regla general los motores
mejor ajustados dentro del cráneo y algunos hasta, ojo, hablamos inglés y
tenemos estudios. Los tenemos porque no nos queda otra para intentar escapar
del pueblo, un motivo tan bueno como cualquier otro para culturizarse) que no
sea tan borderline y que no presuma de cosmopolita, que su abuela tiene mote en
el pueblo y se marchó en los sesenta a currar de lo que era, una acémila, a las
ciudades de moda en la época. Eso o ponerme menos retórico y estamparle dos
buenas hostias a mano abierta, una a cada lado de la cara, utilizando todo el
impulso de la cadera (como mandan los cánones pugilísticos de las buenas
hostias). Joder, si le metiese una buena guaya estaría haciendo algo
objetivamente bueno, altruista (hasta para el mocoso, una lección vital
utilísima que antaño impartían los sargentos chusqueros). El problema es que,
en lugar de una medalla de la diputación por el gesto altruista, lo que me
comería es un marrón cojonudo si se me ocurriera, siquiera, abroncar al aborto
con malos modos. Es la ley, soy el que cuida la biblioteca, es mi curre y el
crío un usuario, debo atenerme a unas normas. Por el básico interprofesional no
me nombraré sheriff y redimiré al planeta de su negro futuro de retraso mental.
Para eso está la ONU ¿No?
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