Todo esto me impide aspirar muy alto de momento. Sería un perfecto patán
si tuviese la certeza de que fuera me regalarán lo que no tengo en casa y me
nombrarán ministro por mi cara bonita. Uy, cómo me he ido por las ramas. Es más
sencillo. Yo, con los hándicaps de distancia y la imposibilidad de afrontar
económicamente un viaje así para una incierta entrevista (como el apostar en un
evento deportivo), había solicitado un puesto como limpiador en una pizzería en
Inglaterra. ¿Y porqué en Inglaterra? Porque aquí, para lo mismo, nadie me
quiere. Ya lo intenté. Un método quizás bastante iluso, pero ya no quedan casi
clavos a los que agarrarse.
Era un puesto fetén, a tiempo
completo y seis libras y poco por hora. Con las cuentas sumadas y un alquiler
baratito para mi solo, toda una ilusión, algo que levanta el ánimo y espanta
los fantasmas. Pues bien, me enviaron un mail cosa de un miércoles para que el
siguiente lunes anduviese pendiente del teléfono porque, internacionalmente a
través de este medio, me harían la prueba. Primer miedo. A la entrevista y al
fracaso de ésta, a cómo afrontarla, a cómo manejar los infinitos inconvenientes
que uno mismo (después de un rosario de “ya te llamaremos” a las espaldas) se
pone como palos en los radios de una rueda. También un alivio, un tener la
oportunidad, una puerta cuyo picaporte a lo mejor cede, el pasaporte a ser una
persona en lugar de un inútil. Esos días fueron un suplicio, una montaña rusa
con el miedo presente en todo: a que mi inglés no fuese suficiente, a qué
contarles, a cómo manejar una mudanza allá sin un céntimo. Era un miedo que se
imponía sobre el espejismo. Aterrado de todo y todos, solamente veía y veía
espectros, oscuridad, hombres del saco y cocos por todos los rincones. ¿Acaso
nace el uno de la otra? ¿Sin ilusión, sin esperanza, no hay miedo? “Nec spe,
nec metu” latino. Jo que listos eran los jodidos romanos. En algo que trae por
saco no aparece canguelo.
Sea como sea el lunes pactado llegó
inevitablemente. Como os podéis imaginar mi mañana (la llamada era a las cuatro
y media de la tarde) fue toledana y mi almuerzo espartano y frugal de nervios y
de esófago cerrado. Cuando terminé de jalar y me conecté a Internet la
entrevista de mis temores y deseos se había desarrollado sola, sin mí siquiera.
Tenía
un correo de la pizzería a las dos y diecisiete en el que posponían nuestra
cita y que ya se concertaría una nueva, que estuviera al loro. A las dos y
veintiuno, exactamente cuatro minutos después, otro mail de los mismos en el
que, como no les había atendido, daban por sentado que no estaba interesado en
limpiarles el garito y que se pasaban mi candidatura al puesto por el fandango.
Evidentemente no me lo escribieron así, que los british son polite cuando tienen
que serlo. Pero uno u otro modo no cambian una mierda el significado. A todo
esto en el móvil ni un movimiento. En cinco minutos y sin contar conmigo habían
decidido mi futuro, una parte de él. Entretanto yo, como canta la canción,
delante de la pantalla del ordenador “como un gilipollas, madre; como un
gilipo-o-o-llas (trompetilla de chirigota)”.
Con ese cromo, al que aun no le he
cogido la gracias, tengo un nuevo acojone. En realidad es el mismo de antes
pero más fuerte, más hundido. Más ahogado. El de no valer para nada y el de no
tener porvenir. Por eso me repatean los pazguatos a los que les da miedito que
el planeta se achicharre de calentamiento o nos invadan los vándalos. Me digo:
“Ay cabrón… No tendrás suficiente con lo tuyo…”.
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