El miedo, bueno, solo algunas clases
de miedo, el miedo a las arañas, por ejemplo, no cuenta aquí a menos que seas
un malo de Spiderman; el miedo, repito, suele ir relacionado con la derrota. Y
no con las derrotas repentinas, las honestas que vienen de frente, aquellas en
las que te puedes acular contra la pared y tirar tajos como un descosido o
rendirte sin más, pero conociendo a las claras lo que hay en el partida. Hablo
de la derrota traidora, aquella en la que poquito a poquito estás peor, que te
carcome por dentro como una enfermedad y te deja impotente, triste, vencido. Yo
no le tengo miedo a los lobos, a la guerra nuclear, a que me atraque un rumano
en el metro (un rumano es lo mismo de atracador que un guineano o uno de
Palencia, pero según los telediarios más espeluznante que éstos por pasaporte),
a ser pobre (entre otras porque ya lo soy), a los políticos chungos o al
monstruo de las galletas. Yo a lo que le tengo miedo es a los veintimuchos años
que calzo, a la estúpida e inútil carrera universitaria que estudié, a que
nunca he tenido un trabajo formal de cotización a la seguridad social, a vivir
en una aldea de doscientas almas con los infinitos recursos (ironía) que me
brinda su encantador aislamiento (ironía también), a que todo mi dinero esté en
una cartera negra de cuero dentro de un cajón de mi mesita de noche y, sobre
todo lo que he enumerado, al futuro.
Valiente cantamañanas, ¿Verdad? Otro
llorica que en vez de echarle un par de huevos al asunto se queja, se compadece
de sí mismo y culpa a otros. Pues no señores míos. Lo último si que no. Como
parte de la autocompasión reconozco mi responsabilidad en la situación que me
da miedo. Hube de atenazar por el pescuezo las oportunidades cuando vinieron.
Lamentarse ahora es el modo cómodo y fácil. Pero lo que es verdad es que
llorando como una magdalena o apretando el culo hoy por hoy se saca lo mismo:
miedo a un mañana que será peor y para el que estaré más cansado, con menos esperanza
y más cobarde.
Un supuesto de cómo asustar a un
tipo, de cómo acojonarlo la ración diaria prescrita, lo tengo, sin irse más
lejos, la semana pasada. Degenerando, como el banderillero de Belmonte que
llegó a gobernador civil, he dejado lentamente de aspirar laboralmente a lo que
mi formación, conocimientos y habilidades me habían mentido de joven, cuando
era un tío de fe en la justicia. Con determinación y discriminando que para
tirar adelante con un plato y un techo no se necesita más, bajé y bajé el
listón hasta el suelo, hasta lo más básico, a la plebe del mercado de trabajo.
Y no pasa nada, no se me cae un miembro por bregar duro e ingrato. En resumen,
aunque me crea un gran señor hindú o un potentado (nada más lejos), estoy y
llevo ya tiempo mandando mi currículum, sin éxito y más acobardado con cada no,
a lo elemental, a dónde no debiera haber mucha exigencia. También, por
desesperación, rezo por ser una de las ratas que salte por la borda antes de
que el barco se acabe de ir a pique y emigrar del país.
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