La hilera de geranios, en tiestos
sobre el alfeizar de las ventanas del piso de enfrente, le apestaba toda la
casa. No entendía muy bien la afición de la gente por esta planta. Muy fácil de
cuidar por lo visto, pero para él de un color mohoso y desteñido, por no
mencionar su olor parecido al tufo químico que sueltan algunos tipos de insectos
cuando se los revienta bajo el zapato. El vecino, o la vecina, los tenía
mimados y las florecillas de las narices lo agradecían creciendo lozanas,
prepotentes, sin miedo y apestando de una forma que atravesaba la estrecha
calle y se colaba en las viviendas de los demás en un radio bastante amplio,
alcanzando hasta las azoteas, cuando abrían para ventilar los hogares de
humanidad y cerrado. Para él eran una molestia a tomar en cuenta que no se
podía obviar así como así. Si el del balcón de al lado hubiese criado jilgueros
y los pajarillos diesen por saco con sus trinos y demás gaitas, siempre sería
más fácil apartar ese estímulo (por ejemplo subiendo el volumen del televisor o
concentrándose en una emisora de radio) que sustraerse a un olor, de ataque más
sibilino, persistente y complicado de esquivar.
Por eso los geranios de el de en
frente ya lo tenían más que harto, porque no podía ni entreabrir unos
centímetros para que pasase el fresco sin que se colase la fragancia. Además
los veía, coloridos y presuntuosos, siempre que se asomaba fuera, allí puestos,
frondosos y riéndose de él. Como una obsesión malsana le fue brotando la
necesidad de deshacerse de ellos, de cometer un pequeño o gran acto de
terrorismo doméstico y eliminar las macetas de la faz de la tierra. Echaba de
menos respirar el humo de la ciudad sin cortapisas y, por lo que más fuera, lo
conseguiría de una forma u otra.
Casi por casualidad en la sección de
pesca de un almacén de artículos deportivos encontró el arma para el crimen: un
potente y majestuosos tirachinas. Ofuscado de deber cívico y ajeno a que si la
fallaba a las plantas le daría, haciéndolos añicos, a los vidrios tras ellas se
lo compró más ancho que largo. La munición se la vencieron en un bazar, dos
bolsitas de canicas. Ensayó un poco de puntería, inconscientemente, dentro de
casa disparando a los cojines y aguardó el momento oportuno. No era un plan
elaborado, ni maquiavélico, y estaba plagado de lagunas en las que no puso
punto y podrían terminar delante de un juez. Pero lo que si se le puede
conceder es que era una solución tajante y definitiva.
La noche de autos el hogar víctima
estaba vacío por motivos futbolísticos. Era una familia, amén de muy jardinera,
muy merengue. Como tal había ido a disfrutar de un partido de este equipo a un
bar, dónde mejor sabe el deporte, el auténtico templo de esta liturgia. Pero de
esto el del tirachinas no tenía ni idea. Él solamente se fijó en que ya era
tarde y que en toda la casa no brillaba una luz. Con cuidado y una precisión
inaudita, fue fusilando uno por uno los recipientes de barro. Tras el destrozo,
se acostó y durmió con la serenidad de un bendito. En lo que no había reparado
para su travesura es que la mañana siguiente, moribundos y agarrados a los
restos de tierra derramada entre los cascotes de la matanza, los geranios
seguían oliendo quizás por última vez pero indomables en el fondo. Además, un
ataque tan concreto, tan rectilíneo y con una trayectoria balística tan
limitada, cerraba el cerco de sospechosos sobre el él. Había comenzado una
brutal guerra entre vecinos, de esas más encarnizadas, ensañadas y destructivas
que las que son entre dos ejércitos. Y todo por unos geranios.
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