Podría hacerlo, pensar todo el tiempo en eso, en ti y en mi pegando un
recorrido novelado y comentado por la intersección de áreas poligonales de vida
que hemos tenido (y estamos teniendo todavía hoy, en esta terraza) en común.
Para agarrarme al consuelo de que la idea que de ti tengo es mejor que tú
misma. Eso o la peor idea de que esto se va a acabar y no hay posibilidad de
éxito, no en nuestro tipo de velocidad vital. Es más fácil, mucho más ¡Donde va
a parar! arrancarle las etiquetas al botellín, hacer pelotitas de papel con los
pedazos y echarlos al cenicero. Desconecto diciéndome a mi mismo “eso es que no
follas”. Te miro. No, no es eso, es un quehacer. Es bastante. Doy un trago.
Ahora te bebes lo que has pedido mezclando el uso de pajita y cucharilla
de tallo largo. Muy empalagada y con mucho coco y mucha gula. Te digo cosas,
entre viaje y viaje de lo mío. Cosas que no van a ningún lado, conversaciones
de ascensor. Pero me pareces hermosa, y es bastante. Me reprimo de contártelo
porque no está bien. También lo hago para que el día en que se acabe el
habértelo dicho no sea una de las cosas que me duela. Porque sé que te diré que
no puedo más, y sé que será definitivo porque me agarraré a una falsa sensación
de orgullo hasta el final. Espero tener al menos un punto de liberación, de
alivio. La mayoría de veces no pasa ni eso. Lo haces por salvarte, porque no te
queda otro remedio, y encima te sientes como una mierda intentando dormitar en
la oscuridad de la primera noche con el estómago revuelto, pidiendo a gritos
alguien con quien hablar.
Me empiezo a aburrir: de estar aquí, de todo, de verte, de pelear
sabiendo que voy a perder por los árbitros ¿Dónde puede quedar un refugio para
héroes clásicos? ¿Dónde se puede meter Eneas cuando lo dejan en una gasolinera
al principio de las vacaciones de verano? Un sitio románticamente duro,
humanizado en lo bueno y en lo malo, donde poder estar solo. Lo tuyo, lo que
andas bebiendo, va para rato porque no lo has bajado siquiera un par de
centímetros y te vuelves a enredar con el móvil. Ha sonado polifónico (no sé
muy bien si el palabro está en uso o no todavía) y, sin importante ni mucho ni
poco que esté aquí, has contestado y te pones a hablar. Tampoco es que me
importe. Me da un minutito de tregua en el que, por oficio, me miras de vez en
cuando y me sonríes pidiendo perdón en mímica. Un perdón que no significa nada
tampoco. Hoy nada significa nada. Tu conversación no es importante, aunque
cuando acabes me la vistas de torero en la versión para idiotas que me harás
entonces. Así pues, me relajo por primera vez. Embosco al camarero cuando pasa
cerca y le pito otra. Mientras viene me desparramo en la silla metálica y pego
un trescientos sesenta.
No hay nada especial en la calle, no hay nada especial en ningún sitio.
El tiempo va pasando. Acabas de hablar con el móvil. Tal y como pensaba me lo
cuentas y es una basura. Le arranco las etiquetas a la segunda cerveza lo mismo
que a la primera. Tú sigues con lo tuyo y llega un momento en que te rindes y
dejas algo menos de la mitad. Pido la cuenta que, también como me suponía, es
escandalosa. La pago y cuando vuelven las vueltas no dejo propina (que no soy
un saudí). Creo ver en tu perfección un qué de desprecio a mi tacañería, pero
no me importa. Nos levantamos y echamos a andar. En un momento te cojo de la
mano. Te beso. Me respondes lo suficiente. Aparto la cabeza y mirándote fijo
sonrío ladeando el melón en algo que es franco, sincero y (aunque aquí suene
como una mierda) puro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario