Después de eso me levanté para comer.
Ya mejor, más sereno, tomándomelo con una calma negra que no servía. Como no
había otra cosa que hacer me conecté. En Internet lo de todos los días, pasar
el tiempo, leer tonterías, deprimirme mirando por la ventana en otro rato que
se marchaba inútil mientras se va poniendo oscuro. Como inútil se me ponía la
puta vida allí, último sitio de refugio, tumba casi. Otra tarde más criando la
sensación estomacal de depresión y asco, ese pensamiento recurrente de
incompetencia, de falta de oportunidad y de incapacidad para hacer nada
remunerado y categorizado. ¿Dónde pedir un trabajo? ¿Dónde romper la cadena de
“no lo tienes porque no tienes experiencia y no la consigues porque no
encuentras uno”? Plantéate qué sabes hacer verdaderamente útil, para qué poder
servir, dónde encontrar el derecho a sostenerte un mes tras otro. Pero en los
pueblos no hay de eso, no hay ocasiones, no hay donde buscar, no hay nada, es
vacío. En una ciudad se pueden buscar empresas, cursos para hacer, cosas que
intentar; al menos mirar por la ventana y ver vida. En doscientos habitantes
hay lo que hay. Vivir en un puto desierto donde, para aquello más tonto, se
tienen que recorrer kilómetros en coches que nunca tendré. Y una vez
recorridos, acceder a servicios de baja, pésima calidad. Un ejemplo, lo que
tendría que hacer esa tarde: ir a reclamar a una autoescuela, en el pueblo de
al lado, la única cerca (muy monopólica y con una profesionalidad muy a lo
cuerno de África) si me tenían preparados los papeles para poder examinarme del
examen teórico de la licencia de camión. Había ido unas seis veces. De ellas
hasta la tercera no me dijeron el precio, otro par de ellas no tenían abierto
el local siquiera, en todas no estaba el que solía llevar la oficina y en las
primeras me mintieron un poco por medio de su jodida boca sobre cosas que se
podían hacer, plazos... Así, me había preparado el examen a baquetazos, yo
solito en casa (que los pagabas trescientos para que te presentasen nada más,
no vallamos a pensar); había obtenido el permiso psicofísico para ser evaluado
(pagando también ese examen exhaustivo y completo con preguntas sobre mi vida y
milagros “¿Bebes? Claro que sí, señora, todos los días como un cosaco, apúntelo
usted en el informe por favor” bien contrastados) y lo había dejado en la oficina
a alguien que no tenía puta idea de nada el día preciso para poder hacerlo ese
miércoles, último día oficial de examen del mes. Todo ello para abrir una
puerta, otro título, habilitación, licencia… Un par de líneas en el currículum
que, como todas las demás, nadie se leería nunca. Pero me decía, por no dejarme
caer hasta el fondo “levántate y pelea”. Que días más preciosos para perder una
vez más. Se me va el cuento, vuelvo a centrarme en la autoescuela. Debía ir a
preguntar como estaba lo mío, si tenía o no examen o, siquiera, si les habían
entregado el papel con el reconocimiento médico. Pero eso viene más tarde, por
el momento me estaba, otra vez, amargando y deprimiendo delante de la pantalla
con cara de perro apaleado y hambre de ansiedad.
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