Conviví con semejante esperpento
todo un año. Convivir es una manera de decirlo. Yo trabajaba, o algo por el
estilo, para él. En su país todavía estaban en ese feliz periodo en el que la
Unión Europea manda dinero a mansalva y no pregunta mucho. El se agarraba a
todo. Yo era parte de una subvención que le salía muy, pero que muy, bien. Al
amigo de los niños se le regalaba, por un lado, un currela, un factotum que,
aunque no entendiese mucho del idioma, podía poner a trabajar en cualquier
despropósito; por el otro se le daba un dinero para mantenerlo, alojarlo… del
que se cogía un pellizquín en, por ejemplo, alquilarnos una casa que era suya o
cuadrando los números a final de mes un poco imaginativamente. Le llegamos a
hacer cuentas de por cuanto salíamos, que éramos una media docena larga. Ahora
no me acuerdo bien de la cifra exacta pero era rentable ¡Y tanto que si! Por
eso, lo de aguantarlo todo un año me refiero, lo llegué a conocer tan bien, a
sufrir tan bien. Lo peor, que me regalaba el derecho a la vida cada momento,
como jefe omnipotente. Pero es que se creía un padre con nosotros. Le
interesaba bastante tener ese cuento para sacarnos la piel a tiras y
entrometerse hasta en como debíamos vivir fuera del trabajo, sin intimidad, sin
derechos, sin nada de nada. Él era así.
Ese día, y toda esa semana, teníamos
un evento especial. En el hostal mochilero que entre otros negocietes
regentaba, había una suerte de curso de verano para geólogos. Dormían en las
barracas, digo habitaciones, y tenían clases súper entretenidas sobre piedras y
otros coñazos. En el durante, los teníamos que poner de desayunar, un tentempié
en los recreos y, los que de nosotros vivían en el chiringuito, soportarles los
pedetes de por las noches y el jolgorio geólogo, que puede ser mejorable
(también, por definición, empeorable). Ese lunes el fulano había hecho
partición de trabajos y, como no llegaba a saber nunca dónde tenía la mano
derecha, había puesto a las tías a los quehaceres domésticos y a los tíos a
matarlas por ahí (luego dicen de Irán… cuanta feminista disfrutaría un huevo de
Centroeuropa, allí dónde el telón de acero pasa, o pasaba, de la cara a la
cruz).
La consigna del servicio doméstico
estaba más o menos clara. La de lo mío también y por eso lo despachaba cada día
bastante rápido. Después no me importaba echar una mano a las tareas de los
demás. Eso incluía las de las tías y, que yo sepa y contradiciendo las
creencias populares del lugar, no se me cayó nada por fregar y poner cacharros.
En el recreo de las diez de la mañana, también en el de las tres de la tarde,
había que llenar una mesa con algo de fruta, un cestillo con galletas y cosas dulces,
otro con snacks salados, dos jarras de diferentes zumos, una de leche, unas
cinco metálicas con agua caliente, varios tipos de te, un bote de café
instantáneo y todo el atrezzo de vasos, tazas, platos, cucharillas etc… Eso se
dejaba expuesto una media hora en la que los geólogos le arreaban a discreción.
Una vez vueltos a clase, se recogía, se fregaban los cacharros, se secaban y se
ordenaban para la vez siguiente. Bastante sencillo.
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