El sol, saliendo por levante cada
mañanita visto de cara, reflejándose en el mar, jode al más pintado. ¿Que es
muy bonito contemplar un amanecer así? Pues depende. Los cinco minutos en los
que emerge del fondo del océano, allá a lo lejos, la bolita de fuego naranja y
tenue, quizá tengan un pase, un romanticismo, la esperanza teórica de algo que
comienza en ese instante y que puede ir bien (ojala), regular o mal. De
cualquier manera la sensibilidad a esas horas no suele estar a flor de piel, ni
mucho menos. El común de los mortales no se separa de la cama con la aurora si
no es por un caso de fuerza mayor u obligación. Yendo somnoliento y legañoso al
trabajo no te detienes con tonterías y retóricas. Por otro lado, los que se
acuestan a esas horas asimilan mejor un colchón mullido que la poética del
alba.
A continuación, una ratito después, ya amarillo y radiante el sol,
destellando en el agua metálica, prometiendo el principio de un calor que a las
tres de la tarde no habrá dios que aguante, la claridad ciega. Es cruda, exclusivamente
luz, sin medias tintas. Tanto ella como sus reverberaciones sobre la superficie
penetran cáusticas por los ojos volviendo el universo un vacío blanco y
doloroso, punzante. Arrugas entonces el entrecejo cerrando inmediatamente los
párpados pero sigue sin poderse ver un carajo incluso buscándote sombra sobre
la cara con la palma de la mano en visera. Si además se topa uno con ella, la
luz, nada más abandonar la acogedora, reconfortante y fresquita oscuridad,
impacta en el rostro como una coz de mula que tira para atrás y levanta
jaqueca.
Por todo eso, y por la hora intempestiva, en el paseo marítimo no hay,
como el que dice, ni un alma. Algún iluminado trota sin camiseta, con gafas de
sol, auriculares y un ritmo acompasado por la exageración de las expiraciones.
¡Que profesional es el personal! Tres o cuatro de ellos se rebasan, cruzan y
persiguen a lo largo del embaldosado rojo y blando paralelo a la playa.
Sudando, que es gerundio. Las casas detrás están muertas, silenciosas. La
playa, limpia de gente, reposa tranquila.
El viejo hace a contraluz un alto en el paseo sentándose en un poyo del
malecón. De fondo, amén del sol inmisericorde, el murallón del puerto se
recorta contra la línea longitudinal del horizonte. Un par de barcos entre el
muelle y el viejo flotan (actividad evidente en un barco) despacito hacia
adelante tirando olas de chichinabo desde sus estelas. El viejo hace lo mismo
que los corredores matutinos pero a distinta intensidad. No pretende, en
absoluto, recorrer determinados kilómetros en determinados minutos quemando
determinadas calorías. El suyo es un madrugador paseo saludable y recomendado
médicamente para que la patata siga a tono y en forma. Es perezoso e
indeterminado, en soledad y quietud ¡Así da gusto! Se ha parado porque le ha
dado la gana. Se perfila en el banco para que el sol, descrito molesto y
picajoso, no le deslumbre. Hoy va a hacer bueno, calorcito rico rompiendo a
templar con el mediodía próximo. Y como hace bueno, cuando el viejo se
incorpora y retoma lo hace descalzándose y acudiendo al borde del agua dónde
las olas mueren y la arena está fresquita, lisa y virgen cada vez que estas se
retiran.
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