Era el primer
invierno de mi asqueroso existir que veía, y vivía, la nieve por encima de la
rodilla. Esa frase también significa que no estaba acostumbrado (¿Cómo podría
estarlo?), ni tenía ropa para ello, ni nada de nada. Lo de la ropa fue fácil,
lo de acostumbrarse algo peor. Tras dos meses de nevadas blandas, duras,
heladas, pisoteadas, vírgenes, derritiéndose un poco, cuajadas y no,
amontonadas en las aceras, a manta sobre todo el pueblo… de todo tipo, pelo y
condición; todavía seguía caminando como un crío chico, como un tonto de baba,
con escorzos y pasos de baile esperpénticos, patoso, derrapando cada cinco
pasos y pidiendo a todo lo que se menea no dejarme los cuernos contra una
farola, pared o buzón de correos. Por mucho que se diga lo contrario, cien
metros en aquél infierno eran una tensión que no compensaba la posibilidad de
hacer muñecos de nieve, guerra de bolas o angelitos en el suelo. Pero todo se
pasa. Un día salió, por fin, el sol. Esa mañana el cielo estaba de un azul, un
tanto gris, bastante deprimente. El colega andaba todavía en modo zángano y
tiraba a medio gas. Pero era estupendo, era la leche. Podía caminar como una
persona, ir deprisa, ir pensando en otra cosa. Por la mañana, cuando llegué a
la puerta del trabajo, miré para arriba y, en confianza, entre él y yo, eche un
ojo a la pelotita naranja y me dije (o le dije) “¡Cabronazo! Te ha costado…”.
Fue un buen día, había salido el sol.
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