Era el primer curre decente que
tenía en la puta vida. Bueno, el curre era ramplón y miserable, lo que era
decente era el salario: por dos noches repartiendo unos vales de descuento, le
pagarían sesenta euros. Diez mil de las antiguas por ir al pueblo de al lado a
echar un rato a la puerta de un evento y repartir los papelotes. El oficio no
le convencía del todo, cierto era. Recordaba la ingratitud del pobre
desgraciado que, en las zonas de bares, se pasaba la noche entera con la cantinela
“dos copas, cinco euros” ante la indiferencia de los mamados. Hasta los que
cogían los papelitos de colores lo hacían como si se los diese algo invisible,
como si se los encontrasen flotando en la nada. Un coñazo, una putada, una
actividad en la que desarrollar amor altruista por una humanidad que te ignora glacialmente.
Como contrapartida, sesenta euros, a treinta la hora. Eso convence a cualquiera
a tragarse las teorías y los sentimientos. Las primeras veces de las putas
deben ser así. Aunque no lo puedo asegurar, de momento no he sido puta.
El negociete tenía su truco. A él lo
habían avisado unos conocidos (que le llevaban la publicidad a la empresa de
los vales de descuento) porque ellos no se podían ocupar. Debía pasarse por su
casa y recoger los vales; las noches correspondientes repartirlos en
determinado acontecimiento y la semana siguiente le pagarían. Por supuesto nada
de alta en ningún lado, ni nómina, ni pollas romeras. A la antigua usanza,
billetitos crujientes y sin declarar. No hacía falta ser un jodido lógico
matemático para empanarse que la subcontratación rondaba y que él, aunque
beneficiado, era el que menos de la cuadrilla. Los otros, rascasen lo que
rascasen, lo tendrían limpio solo por mover materiales y pagos. Ser intermediario,
esa si que es una lucrativa vocación que no se les muestra a los niños (ni
bombero, ni futbolista, ni hostias…). Eran pecadillos del sistema capitalista
que, al menos para este trato, se la traían bastante al fresco. Por una vez le
dejaban mojar su pan en unas sobras con sustancia y no abriría la boca para
joderse solito la marrana. Es más, por primera vez en el agradecimiento por la
miseria, ese “y da gracias…” por los cutres golpes de suerte (empleos
precarios, explotación, anomia…) en el universo de la nada, había una razón que
lo justificase: sesenta euros por dos horas.
Se pasó a recoger los flyers el día
antes de repartirlos. Lo que más le llamó la atención, con diferencia, fue el
enorme volumen del taco a distribuir. Iba a estar muy jodido endilgarlos todos.
Especialmente teniendo en cuenta evento, personal y la propia naturaleza del
vale. Sin soltar ni pío de su opinión, cogió la caja y se la llevó a casa,
donde dividió el taco en porciones más manejables. Estaba listo para “el mejor
trabajo de su vida hasta el momento” (al menos, el mejor pagado).
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